Inauguramos hoy una nueva sección en nuestro magazine que nos hace especial ilusión. Artistas, comisarios, investigadores y, en general, agentes culturales, colaborarán con Saisho y escribirán para el magazine artículos sobre arte, mercado, museografía o crítica. Hoy es Víctor Meliá de Alba, artista visual, quien nos presenta un interesantísimo artículo: el 27 de enero se celebra el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto y coincidiendo con esta fecha, Víctor, después de visitar la exposición «Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos» ha querido reflexionar aquí sobre la acción de exponer y sobre los problemas expositivos que surgen durante el acto propio de la exhibición.
Auschwitz. ¿Demasiado lejos?
Una exposición es un aparato representacional en sí mismo. Nos habla de algo que ya sucedió, que no sucedió, que (no) sucede o que quizá (no) suceda. Su carácter performativo interpreta, articulando un discurso propio y afín a un pensamiento concreto. El acto expositivo, pues, está sujeto a tensiones y equilibrios que tratan de sostener una narrativa que se sitúa en, al menos, dos polos temporales distintos al tratar de maridar lo acontecido con lo que acontece, combinando la memoria del pasado con el pensamiento del presente.
Lo que intentaré realizar en este breve texto, a partir de la visita a la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, una de las exposiciones en Madrid con mayor número de visitantes en 2018 y que ha experimentado varias prórrogas hasta superar el año de duración, es apuntar algunas de las particularidades y problemáticas que conviven, en general, con cualquier acto expositivo.
Debo señalar, no obstante y por la singularidad de esta experiencia, que no se pretende realizar una crítica a la exposición en sí misma ni sugerir que algo así no debería llevarse a cabo. Todo lo contrario; a tenor del actual auge y empoderamiento de facciones xenófobas, ultrapatrióticas o ghettonizantes por todo el mundo, es una obligación señalar una y otra vez las vergüenzas e inmadurez de la especie humana con la esperanza –debemos mantenerla– de que no se cometan los mismos errores. Esta exposición es, sin duda, un vis a vis con la historia y un espejo en el que mirarnos fijamente para preguntarnos si ya hemos aprendido a convivir con los otros, a respetar y tolerar la diferencia. Como dice el Dr. Piotr Cywiński, Director del Museo Estatal Auschwitz-Birkenau, hoy «sabemos demasiado» y, por tanto, la ignorancia no puede ser impedimento para hacer política tal y como la describió Aristóteles.
La pregunta que sigue encima de la mesa, volviendo al tema que nos ocupa aquí y ahora, es si una exposición es el ejercicio idóneo para representar cualquier tipo de saber, experiencia humana, conocimiento o suposición.
En realidad, en la propia pregunta ya habita el problema: la representación. Una exposición como ésta, en particular, es una recreación de un momento y un lugar determinados en otro momento y en otro lugar. No hay, en este caso, simulación o simulacro tal y como nos advierte Jean-Luc Nancy en La representación prohibida (2006), pero sí existe una pérdida, un distanciamiento y, por consiguiente, el riesgo asumido con valentía y destreza de un exceso de estetización.
Lo incómodo, en mi opinión y siempre a nivel expositivo, de Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos es la mistificación que sufren los objetos dada su pulcritud, su nitidez y su brillo. ¿Dónde está la historia en esos objetos, su propia historia? ¿Dónde está el barro o el polvo acumulado en las maletas, como el que ni siquiera Marcel Duchamp quiso limpiar en una de sus obras? ¿A qué huelen los pijamas de rayas? No lo podemos saber. ¿Cómo de arrugadas estaban las cartas manuscritas arrojadas desde los trenes? No lo podemos saber. ¿Dónde está el hedor de los restos de comida impregnados en la olla o en los utensilios de cocina? No lo queremos saber.
Parece que todo queda barnizado, conceptualizado, deshumanizado, cosificado como un mosquito en ámbar en un sueño eterno, latente, en algo irreal que trata de recordarnos algo si completamos correctamente la secuencia de ADN.
Poner el foco de atención en esta cuestión no es baladí. Quizá estamos demasiado acostumbrados a imágenes violentas e imágenes de violencia. Desde los atentados del 11-S y el comienzo de la guerra de las imágenes, tal y como la describe Nicholas Mirzoeff en Cómo ver el mundo (2016), nuestra tolerancia al dolor y al sufrimiento ajeno han aumentado, nos hemos desensibilizado, anestesiado ante la tragedia. Pero no debemos olvidar que, detrás de cada imagen y cada objeto, hubo personas perseguidas y torturadas bien por sus pensamientos políticos o, quizá peor, por el mero hecho de haber nacido dentro de una familia determinada.
¿Qué estrategia nos queda para superar esta distancia? Teniendo en cuenta la ingente cantidad de imágenes que se producen en un solo día, resulta más que necesario poner en contexto y ubicar su propio origen. De esta manera se evitará que la imagen pierda su historia y, por consiguiente, que la historia pierda su imagen simbólica. En este sentido, la exposición, afortunadamente, funciona más como acceso a un conocimiento concreto que como un compendio de fotografías y objetos para ser contemplados.
Si la representación y la recontextualización son dos cuestiones a tener en cuenta, un tercer asunto es la relación que se desea que el público mantenga con la exposición. El espacio expositivo juega un papel determinante y crea las condiciones físicas en las que entraremos en contacto con las imágenes u objetos. No sé si de forma voluntaria o no, en Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos el espacio resultaba angosto y poco funcional en algunos casos. Si uno quisiera, podría dejarse llevar y sumergirse en la propia historia, sintiéndose casi como un preso más esperando su turno para avanzar o recibir su ración de alimento. Pero no parece que esto haya sido premeditado.
Al entrar en una sala de exposiciones, el silencio se hace presente confirmando la diferencia casi religiosa entre el adentro y el afuera, construyendo la atmósfera necesaria para creer en la inmortalidad de los objetos expuestos. La ficción y la realidad se confunden en una sincronía bien estudiada.
Sin embargo, en este caso, el constante crujir de la tarima en cada paso propio o ajeno se convierte en un murmullo artificial e incesante, señal inequívoca de la presencia del otro, compañero en aquel momento, que camina alrededor buscando la salida. Ese crujir, como la magdalena de Proust, es lo que nos devuelve directamente al propio origen de la exposición: la empatía a partir de la memoria.
El acto expositivo es una heterocronía que nos devuelve al futuro para advertirnos del riesgo que supone olvidar ciertos episodios de la humanidad o, en palabras del propio Dr. Piotr Cywiński, «la memoria es, por tanto, la clave fundamental de la responsabilidad». Por este motivo, Auschwitz no debe quedar demasiado lejos.